Filosofía y Neurociencias: Notas y Reseñas bibliográficas

Programa de Neuroética – Centro de Investigaciones Filosóficas

La vida social del cerebro

imagesReseña de: Arleen Salles y Kathinka Evers, La vida social del cerebro, México, Fontamara, 2014, 219 pp.

Por Daniel Pallarés-Domínguez (Universitat Jaume I de Castellón)*

La vida social del cerebro es un volumen colectivo el que las especialistas en neuroética Arleen Salles y Kathinka Evers, compilan varios trabajos sobre diferentes disciplinas ―medicina, psicología, filosofía― en relación con las neurociencias. A lo largo de ocho capítulos, y con una metodología argumentativa y crítica, su objetivo es reflexionar sobre las consecuencias sociales, éticas y legales que pueden derivarse de las investigaciones sobre el cerebro humano en diferentes aspectos.

El primer aspecto es la cognición social. A lo largo del primer capítulo, Teresa Torralva y Facundo Manes presentan un pequeño estado de la cuestión sobre los aspectos más relevantes de la neurociencia social, así como las bases o sustratos neurales más estudiados en relación a la cognición social. Ésta tendría su origen en la psicología social y se dedicaría a estudiar cómo la presencia de otras personas influyen en nuestros pensamientos y sensaciones. Su hipótesis de partida es que la complejidad social de nuestra especie influencia la complejidad de nuestro cerebro, por lo que existirían sistemas neurales especializados en la identificación y el tratamiento de los estímulos sociales. Los autores se centran especialmente en analizar los sustratos neurales que subyacen a la teoría de la mente ―como capacidad de interactuar socialmente e inferir estados mentales― a la empatía ―como respuesta afectiva a otras personas― y a la toma de decisiones. Además, estudian los principales instrumentos neurocientíficos para medir cada una de estas capacidades.

El segundo aspecto sería la práctica clínica bajo el prisma de los profesionales sanitarios. En el segundo capítulo, Ezequiel Glichgerrcht y Carina Barilá, se dedican a estudiar los diferentes aspectos que produce la empatía en los profesionales sanitarios. La empatía nace en este contexto como una respuesta emocional y cognitiva de los profesionales antes el dolor y el sufrimiento de los pacientes. Aunque generalmente se entiende como la capacidad para comprender y apreciar los sentimientos de otra persona, su exceso o su defecto pueden tener consecuencias negativas en el estado psicoemocional de los profesionales de la salud. Se necesita por tanto una reflexión moral sobre un balance adecuado que medie entre el exceso ―que conduciría a un burnout― y su defecto ―que conduciría a una desaprensión afectiva y consecuentemente a posibles negligencias profesionales.

El tercer aspecto lo constituye la aplicación práctica de los estudios de cognición social a las condiciones de regulación ética de la pobreza. En general, el abordaje contemporáneo del estudio de la pobreza se ha realizado desde la psicología del desarrollo, la educación y el trabajo social para responder a cómo se produce y se reproduce. Frente a la mayoría de estudios centrados en cuestiones técnico-metodológicas, el estudio neurocientífico de la pobreza que realiza Sebastián Lipina en el tercer capítulo, pretende contribuir al debate ético y a los criterios de justicia para el desarrollo humano. Este abordaje neurocientífico de la pobreza infantil se centra en cómo la privación ambiental afecta a la regulación funcional del sistema nervioso en distintos niveles de organización ―molecular, celular, social, conductual. Teniendo como principales enfoques teóricos el neuroconstructivismo y la epigénesis proactiva, este autor analiza varios aspectos tanto neurocientíficos como ambientales: la plasticidad neuronal; los periodos sensibles del aprendizaje; la epigenética ―el estudio de los factores no genéticos que determinan el desarrollo de un organismo y se pueden constituir un mecanismo de expresión genética heredable; la exposición a agentes neurotóxicos ambientales; la nutrición; la exposición prenatal a drogas; los niveles de ingresos familiares y la regulación de la respuesta al estrés. El autor demanda la necesidad de más estudios longitudinales, así como el trabajo interdisciplinar con la psicología del desarrollo y la psicología cognitiva.

El cuarto aspecto es la conciencia experiencial fenoménica, es decir, la experiencia personal y subjetiva de tener pensamientos, sensaciones y sentimientos. Kathinka Evers y Mariano Sigman reflexionan en el cuarto capítulo sobre las posibilidades y límites de la neurotecnología aplicada a la lectura de la mente. Algunas técnicas neurocientíficas, como la electroencefalografía (EEG), la magnetoencefalografía (MEG), o las imágenes por resonancia magnética funcional (fMRI), se han vuelto muy relevantes en dos ámbitos. Por un lado, en el ámbito no clínico, implican una serie de cuestiones éticamente considerables acerca de la privacidad mental de las personas. A pesar de la imposibilidad lógica de poder vivir la experiencia personal de otra persona, las tecnologías anteriores pueden acercar al observador los contenidos mentales de un sujeto sin que éste exprese una conducta manifiesta, por ejemplo en la intención o toma de decisiones. Por otro lado, en el ámbito clínico, abren la puerta al estudio de la conciencia, cuya principal consecuencia práctica es que la decodificación fiable de dos pensamientos diferentes de una persona puede constituir una forma de comunicación. Debido a su carácter no invasivo del cerebro, estas técnicas han mostrado que partes considerables de la corteza prefrontal en pacientes en estado vegetativo, pueden seguir funcionando. De esta forma han ampliado el abanico de posibilidades en el estudio y consideración de los diferentes desórdenes de la conciencia (DOCs).

Precisamente, son las posibilidades dentro de este último ámbito clínico, lo que abre la puerta al debate de la eutanasia en pacientes con trastornos de conciencia grave. En el quinto capítulo, Joseph Fins examina diferentes casos renombrados en Estados Unidos sobre el derecho a morir en pacientes con estos trastornos. Principalmente a partir del caso de Terry Schiavo, su objetivo es concienciar a la comunidad científica y política de la necesidad de un mayor estudio en los diferentes grados de conciencia ―centrándose en el de conciencia mínima― para responder éticamente a las cuestiones del final de la vida. El autor indica la posibilidad de llegar a una “neuroética paliativa”, afirmando el derecho a morir en aquellos casos en los que no cabe la esperanza de vida, pero afirmando el cuidado en aquellos en los que los pacientes puedan beneficiarse de los avances neurocientíficos. Pero esto no podrá lograrse si se sigue limitando la discusión de los trastornos de conciencia al estado vegetativo. Tampoco podrá lograrse si se manipulan política y periodísticamente los discursos neuroéticos a través de los medios de comunicación. Sólo se podrá lograr mediante: un mejor estudio que contemple que los trastornos tienen una evolución temporal; un mejor diagnóstico que refleje la honestidad profesional del personal sanitario y un compromiso con el consentimiento y rechazo informado; una búsqueda de la minimización de las cargas fiscales y psicosociales que viven tanto los pacientes como las familias; y también que se tenga en cuenta que los pacientes con estado de mínima consciente pueden responder a comunicaciones de lenguaje pasivo.

Siguiendo con el tema del final de la vida, en el sexto capítulo, Jean Pierre Changeux realiza un ensayo filosófico interdisciplinar sobre la significación de la muerte. Desde la biología evolutiva y la antropología, justifica que la condición mortal no es propia del ser humano, sino que ha sido heredado de los antecesores evolutivos a la propia especie. Es decir, existirían mecanismos genéticos que delimitarían las condiciones de longevidad de la especie humana, y a su vez influirían en las representaciones de significación cultural de la muerte.

En el octavo capítulo, Adela Cortina analiza diversas propuestas filosóficas de neuroética con el objetivo de averiguar cuál de ellas permite el paso del ser cerebral al deber moral, entendiendo deber moral como la exigencia de respeto a los Derechos Humanos en un plano postconvencional ―en términos de L. Kohlberg― que se sitúe a la altura de nuestro tiempo. La autora categoriza las propuestas analizadas en diferentes grupos dependiendo de lo que entiendan por “moral”: 1) las propuestas que creen que un mayor conocimiento en neuroética podría reevaluar nuestras concepciones de moralidad ―J. Greene; 2) las propuestas que tratan de fundamentar una ética en el cerebro ―M. Gazzaniga; 3) las propuestas que se proponen diseñar una ética universal recurriendo a métodos empíricos pero que no rehúsan de la ayuda filosófica ―M. Hauser o N. Levy; 4) las propuestas que niegan la distinción entre el “es” y el “debe” ―P. S. Churchland; 5) las propuestas que pretenden extraer un debe moral a partir de un “es” cerebral pero no en sentido evolutivo ―P. Singer. Tras descartar estas propuestas y apostar por la ética discursiva de K. O. Apel y J. Habermas como fundamentación dialógica para la obligación moral, expresa que una neuroética realmente filosófica debería apostar no sólo por los consejos prudenciales que se puedan derivar del cerebro para la supervivencia, sino apostar por la fundamentación de las normas universalizables de justicia.

Precisamente las exigencias morales de nuestro tiempo de las que nos habla A. Cortina son la preocupación de muchos neurocientíficos que han apostado por una biopotenciación o biomejora a partir de psicofármacos. En el último capítulo, Arleen Salles e Inmaculada de Melo Martín, reflexionan críticamente sobre estas propuestas ―J. Savulescu y J. Harris― que pretenden utilizar la biotecnología para mejorar nuestra capacidad moral. Esta biomejora podría producirse en varias líneas: o bien biomejoras que potencien nuestra motivación para actuar bien, o bien mejoras genéticas que modifiquen nuestras disposiciones innatas a la empatía o altruismo. En cualquier caso, estas propuestas no trabajan sobre evidencias empíricas que puedan ser factibles para los resultados que se esperan, especialmente por su creencia de una base genética evolutiva universal de la moralidad. A pesar de que las sociedades actuales clamen por una mejora en las capacidades morales de las personas, una solución que provenga de una “pastilla” no comprende el amplio espectro de los problemas morales a los que nos enfrentamos actualmente, por lo que ante tales propuestas sólo resta una posición escéptica.

A lo largo de estos ocho capítulos, puede observarse la gran calidad científica de los artículos recopilados, demostrando un gran trabajo de coordinación académica por parte de Arleen Salles y Kathinka Evers. Esta calidad se plasma a través de una verdadera interdisciplinariedad y capacidad de diálogo, tan necesarias en una nueva ciencia transversal como es la neuroética, donde las ciencias humanas y empíricas deben convivir e interesarse mutuamente para progresar. Pero esta virtud también tiene un ligero inconveniente, como podría ser la no especialización en una temática concreta. No obstante, los trabajos en esta línea deben seguir progresando, y poco a poco incorporando perspectivas a la vez interdisciplinares y concretas.

* Este es un adelanto de la reseña que aparecerá en breve en versión papel en la Revista Latinoamericana de Filosofía.

Un comentario el “La vida social del cerebro

  1. Noemí Cacace Linares
    2 junio, 2016

    Esta reseña me parece que estimula el interés por el conocimiento y posterior intercambio y discusión de los temas planteados

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